Lorena Melchor Llopis. Abogada. AJA actualidad jurídica. 26/07/2012
La creciente preocupación por el medio ambiente ha obligado a los Estados a instaurar regímenes jurídicos cada vez más exigentes con el fin de limitar y controlar las actividades humanas que inciden negativamente en el entrono.
En nuestro Derecho, determinadas conductas lesivas o perjudiciales para el medio ambiente son, por decisión propia y, también, en cierta medida, por imposición de la UE, sancionadas administrativamente, de conformidad con lo establecido en la normativa específica y/o tipificada como delito, en los artículos 325 a 337 del Código Penal. Estas conductas delictivas presentan unas particularidades que los distinguen del resto de delitos y faltas y que, por ello, merecen una especial atención.
El primer rasgo característico es que ni la tolerancia ni la pasividad ni, incluso, la autorización por parte de la Administración de conductas ilícitas, exime de responsabilidad penal al infractor. El Tribunal Supremo considera que aunque la Administración adopte resoluciones autorizando niveles contaminantes superiores a los máximos fijados en las disposiciones legales, ello no supone la exclusión de responsabilidad penal. La Administración debe actuar de acuerdo con las leyes y reglamentos, no pudiendo convertir en lícitas, actividades típicamente antijurídicas (STS de 7/2002 de 19 de enero).
Los delitos medioambientales también se caracterizan por ser «tipos de peligro», es decir, no se requiere la materialización del daño, sino que basta con que la actitud prevista por el legislador penal (realizar un vertido, producir un ruido, emitir un gas tóxico, etc.) entrañe cierta probabilidad de peligro para el medio ambiente (STS 7164/2004, de 8 de noviembre). Basta con que el elemento contaminante sea apto para generar un daño al medio ambiente, lo que supone un adelanto de la barrera punitiva al momento anterior de la producción efectiva del daño.
Singular, por excepcional, resulta el criterio afianzado por el Tribunal Supremo de inversión del principio del Derecho penal de «intervención mínima» para este tipo de delitos, que se justifica por su colisión con el principio de legalidad (STS 1705/2001, de 8 de noviembre). Lo que se traduce en la limitación en las facultades judiciales, ante el mandato legislativo que es quién determina qué conductas deben ser tipificadas como delito o falta y cuáles no. En definitiva, se produce una marginación del principio de «intervención mínima» en aquellas actos o conductas que lesionan bienes constitucionalmente protegidos, como el medio ambiente, cuya protección penal es progresiva (STS 208/2002, de 19 de enero).
Por último tenemos que destacar que, conjuntamente con el causante del daño, concurren otros sujetos activos, los cargos públicos, quienes ocupan una posición de garante del bien jurídico protegido, ya que en el desempeño de su función asumen la obligación de actuar en defensa del medio ambiente, de modo que la omisión de dicho deber conlleva su corresponsabilidad penal (STS 1162/2011, de 8 de noviembre). Se castiga penalmente la pasividad de aquellos gestores políticos, a quienes se encomienda directamente la protección del entorno, por el plus de diligencia debida que se les exige legalmente (STS 1705/2001, de 29 de septiembre). Lo que de suyo conlleva el adelanto de la barrera punitiva y la responsabilidad por la pasividad y/o desidia en el ejercicio de la función pública.
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