No, no nos enseñan a envejecer

Publicado en el periódico Las Provincias el 21 de mayo de 2021.

Belinda Washington y José Domingo Monforte.

Nadie nos alecciona en ninguna escuela sobre cómo debemos encajar el paso del tiempo, la artrosis, los dolores de rodillas, el desajuste producido por los años en nuestras caderas o en nuestra córnea. Nadie nos prepara para ese tiempo lleno de tiempo pero con cada vez menos tiempo en el que nuestro cuerpo empieza a tener goteras, o más visitas de las deseadas al médico, o despistes tontos y olvidos del recuerdo…

La vida no nos enseña a ir muriendo un poco cada día, a asumir el paso veloz de las estaciones…

Estoy en ese tiempo en el que puedo disfrutar todavía de mis padres, todavía. Me lleno de ellos para cuando ya no estén, para cuando no pueda consultarles una decisión o regalarles un abrazo. Y les siento cada vez más torpes y dependientes, pero todavía están aquí. Pienso que la siguiente en la lista seré yo, si la vida me obsequia con su tiempo, y me imagino en su espejo despistada, con dolor de rodillas, la vista que falla… pero llena de ganas de vivir y de fundirme con cada instante para que sea eterno .

Sigo las palabras de ánimo y fortaleza de Belinda y me salta la frase de Jean-Paul Sastre: “Cuanta más arena haya escapado del reloj de la vida, más claramente deberíamos poder ver a través de su cristal”. El tiempo de la vida, con suerte, nos lleva a todos a ese momento en que la vida entra en una etapa nueva y nos ofrece la suerte de alcanzar el momento en el que la experiencia vivida aporta la claridad al propio sentido de nuestra vida. Me vienen a la mente la senectud de Víctor Hugo, novelista, poeta y dramaturgo del Romanticismo francés,  intelectual comprometido con la política del siglo XIX, que a los 81 años escribió su última novela; o Goethe quien con 83 años concluyó  su obra cumbre “Fausto”;  o Sigmund Freud quien también con 83 años escribió “Moisés y el monoteísmo”; o la madre Teresa de Calcuta que fue la líder y fundadora de las Misioneras de la Caridad y Premio Nobel de la Paz 1979, y que pese a su vejez,  hasta sus últimos días, mantuvo su actitud y dinamismo en la lucha para paliar el dolor ajeno.

Y es que el hecho de envejecer no liquida la capacidad de aprender, el ser humano sigue desarrollándose en su continuo devenir, como se ha dicho, “ser haciéndose” en forma permanente, lo que implica la necesidad propia de adaptarse a situaciones nuevas a lo largo de la vida. El psicólogo norteamericano Erik Erikson describió la última etapa del ciclo de la vida caracterizándola por la sabiduría. Según Erikson, la sabiduría en la vejez se armoniza con una actitud realista y despegada hacia la muerte e integra la esperanza, la voluntad, el amor y el interés por los demás. A su vez, los mayores manifiestan la sabiduría con tolerancia, profundidad, coherencia y con la capacidad de observar y distinguir lo importante y trascendental de lo que no lo es.

El envejecimiento es inevitable e irreversible, es un proceso dinámico y enormemente diferencial. El proceso biológico vital generalmente se afronta con el miedo ante nuestra propia vulnerabilidad y la fatalidad  de generar una dependencia que la sociedad actual, que idealiza la juventud, se ha encargado de estigmatizar como una carga económica y social. El aislamiento y la ausencia de compañía van desvalorizando la vida, contrariamente los sinceros sentimientos de amor y empatía, la cohesión familiar, son los que posibilitan la reafirmación vital y animan a mantener la interacción social.

En estos tiempos de aumento triunfante de la duración de la vida y de victorias sobre enfermedades letales se hace más necesario que nunca mantener y mejorar como meta prioritaria la calidad de vida en esta última etapa, posibilitando una vida completa hasta el límite biológico. Mi reconocimiento y valorización, a los servicios de asistencia domiciliaria,  personal sanitario muy entrenado y experto  con clara vocación de servicio que desde el hogar familiar aportan sus conocimientos con una positividad psicológica digna de encomio,  que llega sin distinción de clase, socialmente accesible y sin otro triaje  que la necesidad de asistencia y la priorización de la misma.

Los mayores son los transmisores de las tradiciones, el eslabón que une generaciones. Sin embargo, nuestra sociedad en no pocas ocasiones les traslada sentimientos de que todo lo viejo es feo, poco atractivo… asexuales, inútiles e imposibles de ser queridos, lo que provoca equivocadas luchas intentando aparentar no ser mayores y situaciones indecorosas. Resultan muy acertadas las reflexiones del psiquiatra Luis Rojas Marcos cuando con razón defiende que el hombre y la mujer contemporáneos deben aprender a envejecer para lograr que su última etapa de la vida sea una experiencia de sabiduría, de benevolencia, de autonomía y de participación. Hoy, una vida larga ya no es el privilegio de unos pocos, sino el destino de la mayoría. El desafío es vencer los estereotipos adversos que existen tanto dentro de nosotros mismos como de la sociedad.

A veces únicamente imaginamos este último tiempo con temor a no ser, o con el ejemplo vivido en nuestros iguales cercanos, abuelos, padres… o simplemente avestruzadamente negamos el envejecimiento y quizá el gran desafío en el tiempo de nuestra vida sea también aprender a envejecer. Pero no, no nos enseñan a envejecer, a dejar poco a poco de ser.

 

 

 

 

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