Publicado en Las Provincias el 29 de diciembre.
José Domingo Monforte. Socio-director de Domingo Monforte Abogados Asociados.
¡Qué facilidad tiene la condición humana de arruinar tiempos de celebración sagrada en su permanente esfuerzo -intencionado y permanente- de desnaturalización de su verdadero significado! Insulsos Santa Claus, arbolitos y un conjunto de horteradas y motivos paganos con una voluntad clara de excitar el consumo inundan e invaden este tiempo.
Y ese esfuerzo tiene su respuesta al lograr el reemplazo de valores morales por un estilo de vida que ambiciona únicamente la riqueza y el consumo. Confundiendo el ser con el tener, como acertadamente afirma el psiquiatra y dramaturgo José Eduardo Abadi. «Cuando la Navidad se torna en confundir lo que uno es con lo que uno tiene y lo que uno muestra con lo que uno vale, estamos en presencia de un problema«.
De ahí la asociación de tiempos y sentimientos que dan título a estas reflexiones. La sociedad castiga a quien se deja vencer por ello y no puede, no tiene, o perdió su capacidad de consumo, mostrándole lo que otros pueden tener y él no, haciéndole sentir el fracaso, cuando el verdadero fracaso vital es la ausencia de valores.
A quienes han logrado su éxito y riqueza se les invita sutilmente a que sigan compitiendo para elevar o sobre elevar su capacidad de consumo sin hacerles reparar en la angustiosa soledad que provoca el acompañamiento únicamente material o una temporal y navideña generosidad a la que invita el momento para sentirse aparentemente bien.
No voy a entrar en el problema de la seria realidad de la soledad patente en nuestra sociedad, ni de las consecuencias dramáticas que provoca. Prefiero hablarles de los que quedan, de aquellos cuyos sentimientos y valores están por encima de esas satisfacciones materiales, quienes viven en la solidaridad humana y comparten lo que tienen y dan aquello que incluso ellos también necesitan. Son pocos y se habla poco de ellos, pero están –créanme- silentes y a su vez activistas del bien ajeno, de su amor al prójimo. Son los que no llevan las cuentas del mal, los que no viven en la cobardía del quedar socialmente bien y, al contrario, muestran su valentía con sus actos; los que no mienten, los que asumen sus responsabilidades, los que piden perdón cuando se equivocan; los que luchan por sus ideales y por su valores para que no los corrompan personajillos de tres al cuarto, de saldo y esquina, que se muestran como representantes públicos, con notoriedad social pese a su carencia de valores y a su propia incoherencia vital y pública.
Quiero dedicar estas palabras a quienes saben escuchar y no se dedican a sermonear. A los que verdaderamente han alcanzado su realización personal, su madurez efectiva, su autenticidad vital; los valientes que son capaces de ir contracorriente cuando -como decía Enrique Rojas- personas íntegras, de una pieza, que dicen lo que piensan sin ofender, que mantienen su rectitud y coherencia cuando su entorno social se vuelve permisivo y asoma el todo vale, el haz lo que quieras, a mi juicio, son quienes tienen una vida más plena. Aquellos que no pierden la oportunidad de ayudar, los que encuentran la esencia y sentido de su existencia. Ya de muy antiguo Aristóteles encontró la respuesta ¿Cuál es la esencia de la vida? Servir a otros y hacer el bien. Aspiremos a hacer el bien que nos aparte del vacío existencial.
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