Juicios mediáticos y el tratamiento de los menores

Publicado en el periódico El Mundo el 14 de octubre.

Carolina Navarro. Abogada especializada en Derecho de Familia.

27 de febrero de 2018. Desaparece Gabriel Cruz. El Pescaíto no vuelve a casa y Almería sale a la calle. Batidas de búsqueda, concentraciones… familia, vecinos y centenares de efectivos de policía, Guardia Civil, Bomberos o Protección Civil se movilizan.

También la prensa. Medios de comunicación locales y de alcance nacional siguen minuto a minuto la búsqueda del niño. Quince días hasta que aparece el cadáver de Gabriel Cruz en el maletero del coche de Ana Julia Quezada, pareja del padre. Los programas especiales se suceden –antes y después del fatal hallazgo-, la prensa dedica páginas y páginas al suceso y se lanzan sin pudor especulaciones de todo tipo. Hipótesis más o menos contrastadas en una carrera desquiciada por ofrecer la exclusiva, el detalle que genere la mayor reacción, la gloria del contertulio que lo consigue. Sin esquivar el morbo, sin evitar la interferencia en la investigación policial…

Y, en muchos casos, olvidando también que la trágica muerte del Pescaíto acaba de destrozar a una familia. Unos padres que han tenido una conducta exquisita con la prensa, que han hablado a los micrófonos y han hecho de tripas corazón en los peores momentos para informar ellos mismos sobre la búsqueda del menor. Y pese a ello, hay medios que no respetan su duelo, el dolor desgarrado de haber perdido a su único hijo.

9 de septiembre de 2019. Un año y medio después la historia se repite. Cambia el escenario, ahora, la Audiencia Provincial de Almería donde se celebra el juicio contra Ana Julia Quezada, quien confesara en su día, y ratificaría ante la Sala, la muerte del pequeño Gabriel.

De nuevo los medios de comunicación se preparan para hacer una retransmisión casi en directo del juicio. Es necesario que se informe sobre ello, por supuesto que lo es, primordial, incluso, en un Estado de Derecho como el nuestro. El derecho a la información se configura como un derecho fundamental y, concretamente, como el derecho a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión. Y ahí radica la cuestión.

En una sociedad globalizada y digital como la actual, el alcance de los medios de comunicación se ha multiplicado exponencialmente. Hace poco tiempo, solo los canales tradicionales de titularidad pública o respaldados por grandes grupos de comunicación tenían capacidad para llegar a un espectador pasivo, paciente… acostumbrado a consumir exclusivamente los contenidos que las pocas voces con capacidad para ello ponían a su disposición. Sin embargo, hoy cualquier persona con un simple teléfono móvil y un perfil en redes sociales como Twitter, Facebook o Youtube puede tener incluso más alcance que una televisión nacional, un altavoz privilegiado con cobertura planetaria. Y a un coste reducidísimo. Millones de fotos y vídeos circulan cada día por Internet, a velocidad de vértigo, desbordando la regulación y planteando retos diarios a una legislación que se queda obsoleta a cada segundo.

Pero el espectador sigue pidiendo más y más. Ha dejado atrás la pasividad para demandar exactamente lo que quiere consumir. Tiene acceso a mucha información por múltiples vías, por lo que quiere ir más allá. Los medios lo saben y quieren darle ese contenido diferenciador, pero la diferencia, a menudo, no radica en una  mayor calidad sino en generar el mayor impacto.

Y muchas veces a costa de una pérdida de perspectiva sobre lo que es noticiable y lo que no lo es. La Constitución establece que el derecho a la información tiene su límite en el respeto a determinados derechos y, especialmente, al derecho al honor, la intimidad, la propia imagen y la protección de la juventud y la infancia.

Soy periodista y abogada, y en estos días lo que me ha generado verdadero impacto no han sido los detalles intrascendentes y escabrosos sobre la muerte del pequeño Gabriel o todo lo que ha trascendido sobre las ex parejas o la hija de la propia Ana Julia Quezada. Lo que de verdad me ha quebrado han sido las palabras de la madre del Pescaíto, que se ha visto obligada a reclamar un Pacto de Estado que prohíba expresamente emitir los contenidos relativos a la muerte de su hijo y que  se sancione a aquellos profesionales que, vulnerando sus derechos fundamentales,  no respeten la imagen de Gabriel. Un reproche sincero, escrito desde el corazón, a una profesión que quizás en esta ocasión no haya estado a la altura: “Sintiéndome cansada y llena de angustia os envío lo que me nace después de ver cómo los míos están destrozados por el circo mediático en publicación escabrosa sobre su muerte poniendo en peligro el propio procedimiento judicial. Mantengo la Esperanza”.

El Defensor del Menor ha respondido a su petición y ha solicitado a los medios que extremen el rigor ante el tratamiento del juicio de Gabriel. Pero, ¿llegamos a tiempo? En mi opinión es tarde, muchos periodistas han desoído el Código deontológico de la profesión, anteponiendo su propio ego o el de su medio y causando una desazón a la familia de la víctima que no hace más que aumentar el desasosiego propio de revivir la fatal historia de su hijo durante la celebración del juicio.

Por supuesto que también ha habido periodistas que han realizado una cobertura impecable, desde el respeto, la sensibilidad y la veracidad que requiere el tratamiento de la información sobre los menores de edad. Pero, en líneas generales, hemos fallado y lo hemos vuelto a hacer igual que ocurrió antes con otros niños como la pequeña Mari Luz, Julen, los dos hermanos fallecidos a manos de su padre José Bretón o más antiguamente con las niñas de Alcácer.

No vale todo. La exclusiva, el llegar el primero, el generar más impacto… no justifican tratamientos mediáticos que no hacen más que ahondar en el dolor de unas familias ya golpeadas por su propia realidad. Hablábamos de egos pero no se trata solo de ello, incluso diría, en favor de muchos compañeros, que serán los menos los que se dejen llevar por su ego a la hora de realizar estas reprochables coberturas. Me inclino más por una cuestión puramente de supervivencia en un mercado periodístico de tremenda inestabilidad y precariedad laboral abanderado por medios de comunicación que –no nos engañemos- son verdaderas empresas en busca de beneficios.

No obstante, sea de un modo u otro, la reflexión es obligada. Me uno a la petición de la madre de Gabriel de un Pacto Ético por un tratamiento adecuado de este tipo de informaciones. La autocrítica, la revisión previa, desde una perspectiva moral, de lo que se va a publicar es imprescindible. Pero más allá de ello, no perdamos de vista que determinadas coberturas mediáticas pueden no solo ser reprochables desde el punto de vista de la moralidad, ya que, a menudo, las  vulneraciones de derechos  e  intromisiones pueden ser sancionadas también desde el ámbito civil y penal, en función de su gravedad y del daño causado.

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