Evolución y socialización del riesgo. Compás legislativo

Revista INESE.

Exordio

El sistema de vida acelerado, el progreso y explotación de la naturaleza típicas de la modernidad, nos han abocado a la necesidad de una continua previsión y control de las consecuencias futuras de nuestras acciones.

La Responsabilidad Civil es uno de los ámbitos del Derecho que más ha evolucionado en los últimos cien años, debido a la proximidad entre las personas y el desarrollo de la humanidad desde la revolución industrial, lo que se ha traducido en una sociedad cada día más tecnificada y con más riesgos. El riesgo alude siempre a algo que no existe pero que “podría existir”.

Sabemos que la primera noción de riesgo surgió en el ámbito de la religión islámica con la denominación de “rizq” y era usada para asegurar mediante la providencia de Dios al creyente y a sus posesiones ante un largo viaje en el desierto o por mar.

Esta noción formó parte de la expansión arábigo-islámica por el Mediterráneo y penetró en las prácticas de la navegación que desarrollaron con gran intensidad las ciudades mediterráneas, dando origen en su versión latina “risichum” a los contratos de mar “commanda” en 1247, para dar lugar posteriormente en el siglo XIV a la aparición de las primeras pólizas de seguros, en las que el asegurador alude a una embarcación o a una carga como algo que está “ad meum risichum et fortunam maris”. Así nació el riesgo.

Acercándonos ya a nuestro tiempo, y concretamente durante la revolución industrial, el tradicional Derecho de daños basado en torno a la culpa (Sentencia del Tribunal Supremo de 10 de julio de 1943, de 30 de junio de 1959, entre otras), experimentó una importante modificación. Los procesos de producción y distribución de bienes y servicios exigían una flexibilización de los artículos 1902 a 1910 del Código Civil y una evolución doctrinal y jurisprudencial hacia una ampliación del régimen de responsabilidad extracontractual (STS de 11 de marzo de 1971).

La Sentencia del Tribunal Supremo, de 10 de julio de 1943, marcó el punto de partida hacia un sistema que acepta soluciones cuasiobjetivas necesarias para responder ante actividades peligrosas. La citada Sentencia, que resuelve la responsabilidad en el hecho de circulación, adapta el artículo 1.902 del Código Civil a la realidad social, al pasar de la exigencia necesaria de la prueba de la culpa, a la inversión de la carga de la prueba y a la creciente objetivación, aplicando la doctrina del riesgo (la persona que provoca un riesgo que le reporta un beneficio, debe asumir la responsabilidad si causa un daño). En materia de circulación de automóviles, el Tribunal Supremo había declarado que las modernas teorías sobre la responsabilidad civil sin culpa del que asume un riesgo no habían tomado carta de naturaleza en nuestro ordenamiento jurídico, pues se mantenía el principio de la culpa por regla general. En la sentencia que ahora comentamos, de 10 de julio de 1943, se dijo que «si bien el criterio de la responsabilidad objetiva en los atropellos causados por automóviles no está consagrado en nuestras leyes, esto no excluye que en los casos en que resulte evidente un hecho que por sí sólo determine probabilidad de culpa, pueda presumirse ésta y cargar al autor del atropello la obligación de desvirtuar la presunción; bien entendido que para no tomar en cuenta la antijuridicidad y la culpa, si en principio existen, es necesario demostrar que el autor del hecho causal del daño había procedido con la diligencia y cuidado debidos, según las circunstancias, y que siempre que el perjudicado contribuye a la realización del expresado hecho, es obligado a efectos compensatorios de determinar quién es el responsable del acto u omisión de mayor preponderancia».

La industrialización, el maquinismo, la transformación de las condiciones de vida, el aumento y perfeccionamiento de los medios de locomoción, la elaboración de productos en masa, los accidentes del trabajo, el creciente desarrollo y evolución del hombre, han ido apareciendo y aumentando los riesgos y con ellos la necesidad de aseguramiento frente a los mismos.

A partir de los años sesenta surgieron las primeras tendencias políticas y sociales en favor del Estado de bienestar en el que se pretendía que la cobertura de los riesgos se adaptara a los avances y circunstancias de cada momento. Por ello, los Estados de Derecho empezaron a expandir la responsabilidad objetiva hacia aquellos sectores de actividad con cierto grado de peligrosidad intrínseca, esparcimiento que se mantiene, hoy en día,  vivo y constante.

Durante estas últimas décadas las leyes están convirtiendo el seguro de responsabilidad como premisa necesaria para el desempeño de determinadas actividades económicas potencialmente peligrosas, sin el cual no es posible, al menos legalmente, desarrollar esas actividades.  En estos casos, se impone al titular de la actividad calificada en potencia peligrosa la obligación de suscribir un seguro ante el eventual daño que podría ocasionar con el desarrollo de su actividad.

De la objetivización de la culpa: aparición la teoría del riesgo

Sabido es que la doctrina del Tribual Supremo se orienta hacia un sistema que, sin hacer abstracción total del factor psicológico o moral y del juicio de valor sobre la conducta del agente, acepta soluciones cuasi objetivas, demandadas por el incremento de las actividades peligrosas consiguientes al desarrollo de la técnica y al principio de ponerse a cargo de quien obtiene el provecho la obligación de indemnizar el quebranto sufrido por un tercero. Su fundamento y origen se basa en el lucro obtenido con la actividad peligrosa («cuius est commodum, eius est periculum; ubi emollímentum, ibi onus»).

Esta teoría carece de toda aplicación cuando se trata de una actividad inocua y totalmente desprovista de peligrosidad en la que el elemento de culpabilidad recobra su virtualidad configuradora de la responsabilidad aquiliana La responsabilidad del agente se genera por su voluntad de dañar (dolo), por negligencia o imprudencia. Así, la jurisprudencia no ha aceptado con carácter general una inversión de la carga de la prueba, que en realidad envuelve una aplicación del principio de la proximidad o facilidad probatoria o una inducción basada en la evidencia, más que en los supuestos de riesgos extraordinarios, daño desproporcionado o falta de colaboración del causante del daño, cuando está especialmente obligado a facilitar la explicación del daño por sus circunstancias profesionales o de otra índole (STS de 2 marzo de 2006 y de 22 de febrero de 2007). En los supuestos en que la causa que provoca el daño no supone un riesgo extraordinario, no procede una inversión de la carga de la prueba respecto de la culpabilidad en la producción de los daños ocasionados. Debe excluirse como fuente autónoma de responsabilidad, y por el contrario, debe considerarse como un criterio de imputación del daño al que lo padece, el riesgo general de la vida (STS de 5 de enero de 2006, con cita de las de 21 de octubre y 11 de noviembre de 2005), los pequeños riesgos que la vida obliga a soportar (STS de 2 de marzo de 2006, que también cita la de 11 de noviembre de 2005), o los riesgos no cualificados, pues riesgos hay en todas las actividades de la vida (STS de 17 de junio de 2003, y de 31 de octubre de 2006).

Por este motivo, se ha transformado la apreciación del principio subjetivista, hacia el acogimiento de la llamada Teoría del riesgo conjuntamente con la inversión de la carga de la prueba, al presumir culposa toda acción u omisión generadora de un daño indemnizable, sin que sea suficiente para desvirtuarla, el cumplimiento de las normas, pues éstos no alteran la responsabilidad de quien las cumple si las medidas de seguridad y garantías resultan insuficientes en la realidad para evitar el evento lesivo (por todas, SSTS de 16 de octubre de 1989, 8 de mayo, 8 y 26 de noviembre de 1990 y 28 de mayo de 1991).

Solución y evolución legislativa

Aparece por tanto el seguro como un sistema de protección frente a los riesgos existentes en la vida y cuya causación provoca consecuencias siempre evaluables económicamente. Protección que desde sus inicios se orientó en el ámbito personal y patrimonial. Podríamos decir que el objeto del contrato de seguro de responsabilidad civil es garantizar al asegurado del pago de indemnizaciones derivadas de responsabilidad civil, es decir, protegerle del riesgo del nacimiento de una obligación de responder frente a terceros.

Constituyéndose como necesaria la ordenación del seguro privado, se promulgó la primera Ley de Seguro, de 14 de mayo de 1908, que formó una legislación de conjunto homogénea y coherente, obligando a funcionar a las entidades aseguradoras sobre bases técnicas y supuso un instrumento muy eficaz durante sus casi cincuenta años de vigencia. Sus bases, centradas en el control previo, garantizaban la inexistencia de actuaciones temerarias de las aseguradoras limitando su campo de acción, con perjuicio para la iniciativa empresarial. Para su aplicación se aprobó el Reglamento de 2 de febrero de 1912.

La siguiente Ley, de 16 de diciembre de 1954, no precisó desarrollo pues, en virtud de la disposición transitoria 10ª seguía vigente el Reglamento de 2 de febrero de 1912. Este hecho ocasionó espacios de conflicto legislativos y una gran merma en la efectividad de la acción de ordenación y supervisión administrativa.

Será en la década de los años 60, cuando ven la luz los primeros seguros obligatorios como la navegación aérea, la circulación de automóviles, la energía nuclear o la caza. A partir de ese momento, y especialmente de la Ley 50/80 de Contrato de Seguro y de la promulgación de otras leyes sectoriales y en particular de la progresiva trasferencia de competencias a las Comunidades Autónomas, la obligación de asegurarse ha sido imparable. La Ley de Contrato de Seguro de 1980 derogó los artículo 1719 a 1797 del Código Civil y los artículo 380 a 439 del Código de Comercio de 1885, ante la necesidad de acabar con una distinción irreal entre los seguros civiles y mercantiles, pues son actos de comercio que tienen su ubicación en el Derecho mercantil.

La Ley 33/1984 de 2 de agosto sobre Ordenación del Seguro Privado, basada en un doble orden de principios: la ordenación del mercado de seguros en general y el control de las entidades aseguradoras en particular, con la finalidad última de protección del asegurado. Esquema al que se añadía la existencia de nuevas necesidades de cobertura de riesgos, las innovaciones en el campo del seguro en áreas internacionales y la necesaria unidad de mercado que imponía la posible Adhesión de España a la CEE. Regulación que hizo escasa la exigencia de modificaciones cuando se produjo en 1986 la adhesión de España a la Comunidad Económica Europea.

Pero el fenómeno de progresiva integración de la actividad aseguradora dentro del marco jurídico del Derecho Comunitario Europeo y de la Economía Europea requirieron la adaptación de numerosas Directivas, lo que motivó la promulgación de una nueva Ley de Ordenación y Supervisión de los Seguros Privados sustitutiva de la anterior: la Ley 30/95 de 8 de noviembre de Supervisión y Ordenación de los Seguros Privados. Ley que mantuvo los principios rectores de la Ley de 1984, siendo básicamente en las disposiciones adicionales donde se recogieron las modificaciones de otras Leyes afectadas, en concreto, la Ley del Contrato de Seguros, la Ley de Mediación de Seguros Privados, la Ley sobre responsabilidad Civil y Seguro en la Circulación de Vehículos a Motor, el Estatuto Legal del Consorcio de Compensación de Seguros, la Ley de Seguros Agrarios Combinados, la Ley reguladora de Planes y Fondos de Pensiones, la Ley General de la Seguridad Social y la Ley del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas.

Pero la constante exigencia en la adopción en derecho interno de la normativa comunitaria, unida a la evolución de la actividad aseguradora y la necesidad de adaptar su regulación, originó diversas reformas y modificaciones de esta Ley entre las que cabe destacar:

–           La Ley 22/1994, de 6 de julio, de Responsabilidad Civil por Daños Causados por Productos Defectuosos, que se fundamenta en el principio general de que el productor es responsable por los perjuicios que pudiera causarle al consumidor un producto defectuoso o unos servicios ineficientes.

–           La Ley 44/2004 de 22 de noviembre de Medidas de Reforma del Sistema Financiero, con la trasposición al derecho interno de la normativa comunitaria sobre intercambio de información con terceros países; el fomento de la eficiencia del mercado de seguros con la asunción por el Consorcio de Compensación de Seguros de las funciones de la CLEA que desapareció; y la protección de los clientes de servicios financieros.

–           La Ley 22/2003 de 9 de julio, Concursal, al  tener que adaptar sus preceptos a la nueva regulación en materia concursal.

–           La Ley 34/2003 de 4 de noviembre, de Modificación y Adaptación a la normativa comunitaria de la legislación de Seguros Privados, con el fin de adaptarla a las Directivas aprobadas por el sector de seguros relativas al saneamiento y liquidación de compañías de seguros; a los márgenes de solvencia de las empresas de seguros distintos del seguro de vida y sobre el seguro de vida.

Reformas y modificaciones que hicieron necesaria su recepción ordenada y armonizada, a través de un texto único, promulgándose el Real Decreto Legislativo 6/2004 de 29 de octubre por el que se aprobó el Texto Refundido de la Ley de Ordenación y Supervisión de los Seguros Privados.

En este marco normativo, será la obligatoriedad o voluntariedad a la hora de asegurar por responsabilidad civil determinadas actividades, la que nos permita distinguir:

– los seguros obligatorios configurados como una protección del patrimonio del asegurado cumpliendo así una finalidad de contenido social. Son seguros muy regulados reglamentariamente en cuanto a su alcance, límites, condiciones e incluso prima, y con la constitución de Fondos de Garantía específicos para cubrir supuestos de insolvencia de daños y perjuicios derivados de determinadas actividades.

Como ejemplo debemos citar el Seguro de Responsabilidad Civil derivada del Uso y Circulación de Vehículos a Motor; Seguro de Responsabilidad Civil del cazador; Seguro de Responsabilidad Civil de instalaciones nucleares; Seguro de Navegación aérea, etc.

– seguros de suscripción obligatoria necesarios para la obtención de licencias o permisos, para ejecutar determinadas actividades industriales o comerciales y para la obtención de autorizaciones administrativas. Son por tanto seguros en los que la intervención de la Administración es mínima, limitándose a fijar los límites cuantitativos de aseguramiento.

Grupo en el que podemos incluir el seguro de RC para instaladores de agua, gas, electricidad, embarcaciones de alta velocidad, mercado hipotecario, agencias de viajes…

–  seguros voluntarios, cuya suscripción es libre y dependiente del interés que la persona tenga, en tener cubierta la posible responsabilidad en que pueda incurrir por ejercer una determinada actividad o detentar la propiedad de un bien u objeto.

Así nos encontramos con el seguro de RC de cabeza de familia, la mayoría de seguros profesionales, de comerciantes y actividades económicas sobre las que no existe obligatoriedad normativa, y como complemento de la cobertura de seguros obligatorios como el de vehículos a motor o el del cazador.

La llamada socialización del riesgo y de responsabilidades

El término socialización deriva del verbo “socializar” que tiene dos acepciones, la primera “transferir al estado, o a otro órgano colectivo, las propiedades, industrias, etc., particulares..

La segunda “promover las condiciones sociales que, independientemente de las relaciones con el Estado, favorezcan en los seres humanos el desarrollo integral de su persona”.

La primera acepción es la que concentra el interés de estos comentarios pues con “socialización del riesgo”, lo que se pretende es transferir al conjunto de una determinada colectividad, el riesgo por la realización de una determinada actividad.

Se habla de socialización del riesgo, pero no se socializa el riesgo sino la responsabilidad, de forma que se asume como “un mal menor” la posible producción de daños derivados de una actividad productiva, y que por tanto, redunda en el conjunto de la sociedad.

Se acepta como “socialización del riesgo” el proceso según el cual el conjunto de la sociedad soportar las consecuencias dañosas que el hecho causa a la víctima, con cargo a impuestos o presupuestos generales, o mediante la constitución de fondos –de garantía- constituidos por grupos más o menos identificados con ámbitos de riesgo.,

Sin embargo, el Tribunal Supremo cuando aborda la aplicación del artículo 1.902 del CC en determinadas actividades, la objetivación de la culpa es la consecuencia de la llamada “socialización del riesgo”. Así lo informa la Sentencia de la Audiencia Provincial de Valencia, de 24 noviembre 2001, cuando cita en materia de R. Civil deportiva:

“… compartimos el criterio que sustenta la Sentencia de instancia, en la que se toma en consideración la doctrina del Tribunal Supremo plasmada en la Sentencia de 22 de octubre 1992 (El DERECHO; 1992/10329; rec. 1561/1990. Pte. : Casares Córdoba, Rafael) en la que se establece respecto a la aplicación del artículo 1902 del Código Civil al deporte que este «precepto que aun cuando considerablemente objetivizado por esta Sala, especialmente cuando su aplicación se proyecta sobre actividades, aspectos o conductas de clara y patente trascendencia social, ha conducido a una llamada socialización de responsabilidades, lo que no es, en principio al menos, de aplicación a las competiciones deportivas, dado que el riesgo particular que del ejercicio de una actividad de ese género puede derivar y va implícito en el ejercicio de la misma, no puede equipararse a la idea del riesgo que como objetivación de la responsabilidad ha dado lugar a la aparición de una especial figura responsabilicia, en cuanto ésta se encuentra fundada en la explotación de actividades, industrias, instrumentos o materias que si bien esencialmente peligrosos, el peligro que su puesta en funcionamiento lleva implícito se ve compensado en primer y fundamental lugar por el beneficio que como consecuencia de ello recibe la sociedad en general, y en cuanto al directamente exportador del medio por los beneficios que a través de ello obtiene

Dicha socialización de responsabilidad suma un elemento de actividad económica para las entidades aseguradoras pues conlleva la obligatoriedad de la suscripción de seguros que ampara la cobertura de la actividad, si bien, por la socialización y asunción de riesgo, dichos seguros de carácter obligatorio no cubren, por lo general, la totalidad de los daños producidos, limitando así el deber/derecho al resarcimiento.

El negocio asegurador se caracteriza por la variable aleatoria de la siniestralidad, ampliamente estudiada en la Teoría del riesgo clásica. La función del asegurador consiste en celebrar numerosos contratos tipos, concentrar las primas que los asegurados pagan para prevenir sus riesgos y formar con ellas el fondo que luego habrá de distribuirse en forma de indemnización. El excedente de las primas sobre las indemnizaciones constituye la retribución o lucro del asegurador por su actividad como intermediación en el cambio de capitales.

El Tribunal Constitucional habla de socialización para referirse a lo que normalmente suele entenderse que es la desprotección frente al riesgo, es decir, que la víctima no cobre parte del daño que ha sufrido para generalizar un concreto y tasado resarcimiento con claros matices objetivos que concretan la reparación del daño. Así se establece en la Sentencia nº 181/2000, de 29 junio, sobre la constitucionalidad del Baremo que en su fundamento jurídico sexto determina:

“SEXTO.- Entrando ya en el examen de fondo, y antes de analizar cada uno de los motivos que fundan las dudas de constitucionalidad, es aconsejable iniciar nuestra reflexión situando el tema planteado en el contexto de su evolución normativa.

La responsabilidad civil extracontractual o aquiliana fue incorporada a nuestro Código Civil como una de las fuentes de las obligaciones (art. 1089), uno de cuyos supuestos desencadenantes es la existencia de un daño causado mediando culpa o negligencia (art. 1902). No es necesario insistir en el hecho de que esta íntima conexión entre culpa o negligencia y obligación de reparar el daño causado se adaptaba perfectamente al carácter individualista que presidía las relaciones jurídicas existentes en la etapa codificadora y que, por ello mismo, a medida que evolucionaron los presupuestos de partida, el llamado Derecho común de la responsabilidad civil, ha experimentado una profunda transformación tanto cuantitativa como cualitativa, hasta el punto de convertirse en un genuino Derecho de daños, abierto al concepto más amplio de la responsabilidad colectiva y que, en su proyección a ciertos sectores de la realidad, ha tendido a atenuar la idea originaria de culpabilidad para, mediante su progresiva objetivación, adaptarse a un principio de resarcimiento del daño (pro damnato).

Sin duda, uno de esos sectores en el que el progreso social ha requerido un giro decisivo en la forma de entender el Derecho común de la responsabilidad civil, hasta provocar una cierta crisis del concepto tradicional, ha sido el de la responsabilidad civil derivada de los daños ocasionados por la circulación de vehículos a motor. Un ámbito que en la actualidad se estructura fundamentalmente a partir de un principio de socialización del riesgo, lo que ha exigido, al menos parcialmente, una inevitable superación del modelo de responsabilidad subjetiva basado exclusivamente en la culpa (reproche culpabilístico), para incorporar otras fórmulas jurídicas, como la del aseguramiento obligatorio, la creación de fondos de garantía o la supervisión pública de ciertas actividades vinculadas con el sector, mucho más próximas en sus fines a los principios de responsabilidad compartida y solidaridad con los dañados que a la lógica inherente al principio clásico de «naeminem laedere», inseparable de la noción de culpa o negligencia.

Por tanto, en nuestro ordenamiento concurren dos regímenes de responsabilidad civil, el sistema subjetivista común o tradicional basado en la culpa y el régimen especial de responsabilidad objetiva imperante en el desarrollo de determinadas actividades calificadas como potencialmente peligrosas.

El segundo régimen no responde al axioma «no hay responsabilidad sin culpa», sino que la obligación de reparar el mal causado debe exigirse aunque se genere por actividades o conductas lícitas y permitidas, por el simple hecho de haber provocado el riesgo o el peligro para un tercero.

En este ámbito podríamos destacar el seguro obligatorio de viajeros, como modalidad de seguro de accidentes, y por tanto, como seguro de personas, que cubre el riesgo de que por un siniestro ocurrido con ocasión de un desplazamiento en transporte público colectivo se ocasionen al viajero daños corporales. En este tipo de seguros el riesgo es la persona del viajero asegurado y comprende todo aquello que puede afectar a su existencia, integridad corporal o salud, correspondiendo el interés a la propia persona objeto del riesgo.

Como «seguro de suma», viene también caracterizado porque la indemnización se fija de antemano por los contratantes al suscribir la póliza, al margen del daño concreto, ante la difícil valoración a priori de dicho interés. Desde otro punto de vista, además de no cubrir los daños materiales, su ámbito de cobertura va más allá de la circulación viaria de vehículos a motor (alcanza los daños producidos al viajero en transporte marítimo o, incluso, al transporte en teleféricos, funiculares, telesquíes, telesillas, telecabinas u otros medios).

Por todo lo cual, el derecho del asegurado no depende del nacimiento de una responsabilidad a cargo del transportista fundada en una actuación culposa o negligente, como sí exige el seguro obligatorio de responsabilidad civil en materia de tráfico (Sentencia del Tribunal Supremo de 19 de septiembre de 2011).

Conclusiones finales:

La evolución de la sociedad debe conllevar un necesario compás legislativo que adapte con oportunidad temporal los cambios normativos que la realidad social exige.

El auge y aumento generalizado de actividades de riesgo ha generado un incremento en la producción del daño, y el nacimiento en el dañado de su convencimiento al derecho de ser resarcido en la totalidad del perjuicio causado. Por ello no nos debe extrañar que al momento actual se le haya denominado la “Era del Daño” y que proclama un principio que no debe perderse en su sola proclama, dado la finalidad excepcional de corregir desajustes ante situaciones de clara, patente y relevante desigualdad –criterio constitucional de igualdad- que exige una respuesta indemnizatoria más completa e integral; bien sea por mecanismos contractuales adicionales, bien por conferir un tratamiento extraordinario y excepcionalmente restrictivo para situaciones ciertamente singulares y excepcionales.

Se está generando un incremento del aseguramiento como medio de protección no sólo del patrimonio del particular, sino también del dañado, unas veces impuesta como seguro obligatorio y otras con complementos adicionales, como lo es el seguro voluntario de responsabilidad civil.

Esta pauta legislativa del aseguramiento obligatorio de suyo conlleva una limitación legal y/o reglamentaria de los daños indemnizables, transfiriendo así al perjudicado las consecuencias de esa garantía y estructura socializadora del riesgo frente al principio general que rige el derecho de daños comúnmente aceptado, el principio de restitución íntegra del daño, positivizado en el art. 1.106 del Código Civil, y principios que inspiran la Resolución 75/7, de 14 de marzo, del Consejo Europeo.

Es acertada la tendencia legislativa, a nuestro juicio, de exigir un aseguramiento obligatorio pues de ese modo se evita la desprotección frente a actividades de riesgo cierto y a su vez se generan vías de actividad y negocio del sector asegurador que deben encontrar su adecuado equilibrio entre su responsabilidad social, económica y la rentabilidad mercantil que de ella deriva.

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