Pensada y creada para proteger los derechos de la ciudadanía a través de sus representantes políticos, parece que hoy sirve para todo lo contrario, preservar a los aforados de los que los eligieron a gran parte, es decir, los ciudadanos.
Nacida en la Inglaterra de la edad media, la figura del aforamiento asentaba sus pilares en el concepto de inmunidad parlamentaria, entendida ésta como la libertad de expresión “freedom speech” y la libertad frente a la detención “freedom from arrest”, con un fundamento claro: Garantizar la libertad de los representantes de los ciudadanos frente al todopoderoso monarca.
La inviolabilidad e inmunidad parlamentaria con la que siguió la Revolución Francesa, fue acogida en nuestro ordenamiento a través del fuero específico, residenciado en la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo y, con el artículo 47 de la Constitución de 1876, desplegándose en el ámbito legislativo a través de la Ley 9 de Febrero de 1912.
El poder legislativo, ha abrazado a esta figura diseminándola a través de varios textos legales. Más allá de nuestra Constitución, donde se recoge el aforamiento de diputados y senadores (Art. 71) y del presidente y miembros del gobierno (Art. 102.1), en la Ley Orgánica del Poder Judicial también se incluyen a un gran número de autoridades y altos cargos estatales o autonómicos, así como miembros de la carrera judicial (Arts. 57.1º,2º,3º y Art 73,3), ampliando el prospecto, tanto los Estatutos de Autonomía, como la Ley Orgánica 2/1986 de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado.
En síntesis, esa inversión de la reglas en la competencia judicial penal, que permite inobservar los principios objetiva, funcional y territorial para que conozcan determinados órganos judiciales, está provocando una visión negativa de la ciudadanía por la utilización del aforamiento con fines masivos y particulares, funciones para las que no fue creada.
La competencia de las salas de lo penal del Tribunal Supremo y de los Tribunales Superiores de Justicia, hacen que el juzgado instructor, capitaneado por la figura del juez, vea con reticencia la posibilidad de imputar a un aforado, puesto que todo el trabajo, sacrificio y dedicación a la causa, debe ser remitido al órgano jurisdiccional competente para su conocimiento, porque la “vis atractiva” del aforamiento, lleva tras ella toda la causa, incluyendo a todos aquellos que no tienen tal condición y que, en consecuencia pierden su derecho a la revisión en segunda instancia, suponiéndoles una clara discriminación con el resto de ciudadanos.
La pérdida de instancias supone, que a los juzgados por el Tribunal Supremo, únicamente les quede la vía del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, que no es un recurso ordinario en el ámbito de la jurisdicción ordinaria y que su utilización en estos casos ya ha sido sancionado por instituciones internacionales.
Los oficios que nuestros juzgados de instrucción remiten a las cortes, solicitando confirmación acerca del aforamiento de algún diputado o senador, así como los ofrecimientos para que éstos vayan a declarar de forma voluntaria, prescindiendo del interrogatorio, no son más que muestras de disconformidad del propio poder judicial con la norma, puesto que la pérdida del control efectivo de la operación, así como los méritos que provengan, son piezas golosas a la limitación funcional de la primera instancia.
El régimen procesal de los artículos 750 a 756 Lecrim, ofrece un plus de garantía a esta figura entre diputados y senadores, al exigir una suplicatoria a la cámara para que puedan ser procesados, con la posibilidad de que negada, se sobresea la causa y únicamente se pueda acudir al Tribunal Constitucional, como ya hemos dicho.
Así las cosas, y con el cambio político social que ha sufrido nuestro país, todas las miradas se encuentren dirigidas al Consejo General del Poder Judicial, que bajo el dominio de las principales fuerzas políticas, es quien nombra a los magistrados que integran los Tribunales Superiores (TS y TSJ), dándose en ocasiones una grave incongruencia material, y es que “muchos de los imputados y juzgados ante un magistrado, sean los que lo hayan elegido para el puesto”, y aquí se abre una veda de interpretaciones enorme.
Parece que todas las piezas encajan, y pese a los graves delitos que se imputan diariamente a nuestros políticos, que bajos presiones de prensa y de partido renuncian a sus puestos como dirigentes, ninguno prescinde de su condición de diputado o senador, ya que al ser un acta personal e intransferible. Quizás supone un acto de demasiada valentía ser juzgado como el resto de españoles.
Jurídicamente, el debate se centra en torno a principios constitucionales, ya que el fundamento básico del aforamiento, es la atención a la función pública que el ejercicio del cargo supone y la trascendencia que el litigio puede tener para el normal y ejemplar funcionamiento de las más altas instituciones del Estado (STC 22/1997), argumento que choca con el principio de igualdad procesal (Art. 14 CE), el de la tutela judicial efectiva (Art. 24.1 CE) , el principio del juez natural predeterminado por la ley (Art 24.2 CE) y el derecho a la doble instancia, recogido en el artículo 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
El futuro, con una democracia de más de 30 años donde han desaparecido los antiguos conflictos entre Parlamento y Rey, nos dirige a europa, y ésta significa la eliminación de la práctica totalidad de los 18.000 aforados que actualmente tiene nuestra país.
Alguna propuesta de calado ya ha dirigido su discurso en esta línea, e incluso sin tener que reformar la constitución, simplemente suprimiendo los aforamientos que no se regulan en ella.
Todavía estamos muy lejos de la meta, puesto que únicamente es necesario observar a nuestros vecinos como Portugal e Italia, que solo tienen aforado al presidente de la república; o Francia, que solo tiene aforados al Presidente de la República, el Primer Ministro y sus Ministros; y ello, sin contar con Alemania, Inglaterra o EE.UU donde esta figura no existe.
Con todo, parece que la reforma constitucional es imparable, y más al amparo de los últimos escándalos de corruptela política que restrigen el campo de actuación de la primera instancia.
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