Hijos del lago

Publicado en Las Provincias en la edición del 1 de julio de 2016.

Dicen los más mayores que hubo un tiempo, no muy lejano, en que se podía beber el agua de la Albufera. Los pescadores, alargaban el brazo desde la barca, y cargaban su vaso de agua limpia y clara. Hoy es impensable hacer esto en un lago amenazado por la contaminación, de aguas turbias, donde las especies autóctonas se ven obligadas a convivir, a menudo, con bolsas de plástico, botellas, restos de carburante y un sinfín de vertidos innombrables.

Vivir a orillas del lago imprime carácter. Eso lo saben bien los vecinos de Valencia, Alfafar, Sedaví, Massanassa, Catarroja, Alfafar, Beniparell, Sollana, Sueca, Algemesí, Albalat de la Ribera y como no, de mi Silla natal. Somos de raza albuferenca. Hijos de un lago que fue declarado Espacio Natural Protegido hace ahora 30 años. Desde entonces, se ha trabajado mucho para recuperar sus aguas, pero todavía queda camino por recorrer. Y es obligación de todos, pero especialmente, de los pobladores del lago, perchar  juntos para recuperar su esencia.

No se trata de frenar el desarrollo, sabemos que la Albufera es un oasis natural en medio de un paisaje urbano, pero hay que respetar los límites que se establecieron para garantizar su supervivencia. Y, por encima de todo, dotarla de vida.

Siempre la tuvo. Sus aguas esconden todavía restos arqueológicos que se remontan a la prehistoria y que nos recuerdan como fueron y como vivieron nuestros antepasados más remotos. Hubo un tiempo, allá por el siglo XV, en que los puertos de la Albufera eran internacionales. Silla y Sollana, según recoge el arqueólogo e historiador  Miquel Martí, aportaron marineros y calafates a la flota de la Corona de Aragón.

Hace poco más de un siglo, la vida de la Albufera eran los pescadores que encontraban allí el sustento para sus familias: gambeta, anguila,  mújol (llissa), saltaban a sus barcas casi sin tirar las redes. Incluso era fácil encontrar al extraordinario “samaruc”, un pececito autóctono que hoy es ya una especie en extinción.  Después llegaron los aterramientos, y los arrozales fueron ganando espacio al lago y configuraron la imagen que hoy conocemos. La convivencia entre pescadores y arroceros siempre ha sido complicada…pero posible.

Hoy apenas quedan algunos románticos que conservan el arte de la pesca en la Albufera, héroes que protegen con sus cañas y sus redes la tradición. Los cultivos de arroz han perdido también la rentabilidad de antaño y los agricultores sobreviven a base de subvenciones. Debemos cuidarlos a todos para que su labor continúe pasando de generación en generación y no se pierdan las raíces del lago. Pero también debemos reinventar la Albufera y adaptarla al siglo XXI sin dejar que pierda su esencia. El turismo es una gran apuesta. Pero también se deben potenciar los deportes que tienen en el lago un escenario de incomparable belleza.

En Silla el piragüismo, la vela latina, han vuelto a salpicar el parque natural de embarcaciones que recorren sus aguas. La pesca de caña se ha convertido en una actividad lúdica y deportiva. Y eso está bien, porque le da una nueva vida al lago, quizá más acorde con los nuevos tiempos.

El mejor antídoto contra la degradación de la Albufera es la educación y la cultura. Que la gente de aquí y de todo el mundo conozca el valor de nuestro lago, lo visite, lo disfrute y lo viva. Conocerlo es amarlo. De ese amor dejan constancia las novelas de Blasco Ibáñez o los lienzos de Sorolla. Y es labor de los herederos del lago, de los que lo habitan, transmitir ese apego por la Albufera a las nuevas generaciones, para que el alma del lago continúe viva.

 

 

 

 

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