Nueve hombres sin odio ni afecto

Jose Domingo Monforte. AJA Octubre 2012.

Desde 1995 está vigente en España la Ley Orgánica del Tribunal de Jurado, conquista de la sociedad democrática que permite a los ciudadanos integrarse directa y personalmente en uno de los tres poderes del Estado. Si la justicia emana del pueblo, como predica el artículo 117 de nuestra Constitución, el mandato constitucional se logra con la participación popular en la administración de justicia bajo la fórmula del jurado, que establece un sistema mixto o también llamado de escabinos, para el enjuiciamiento de determinados delitos (homicidio y asesinato consumados, malversaciones, cohechos…). El hecho criminal de su competencia, por lo general, suele venir acompañado de notoria repercusión social y transcendencia mediática en el seguimiento de la noticia que el hecho judicial despierta, a la que se une el poder ofrecer al publico interesado todo lo que se sabe y se hace publico y visible en el juicio. Recayendo el peso de la decisión en quienes son llamados a decidir sobre la inocencia -no culpabilidad- o culpabilidad del acusado, nueve iguales más dos suplentes, componentes del jurado, a los que antes de que comiencen a desempeñar el papel que la Constitución y las leyes les encomiendan, el Magistrado Presidente del Tribunal procederá a recibirles juramento o promesa para que se comprometan solemne y públicamente si “¿Juran o prometen desempeñar bien y fielmente la función de jurado, con imparcialidad, sin odio ni afecto, examinando la acusación, apreciando las pruebas, y resolviendo si son culpables o no culpables de los delitos objeto de procedimiento los acusados, así como guardar secreto de las deliberaciones.?”.

Ante sucesos lacerantes y de crueldad extrema, como los que desgraciadamente se viven en el momento actual, nos preguntamos si nuestro par puede ponerse en pie y dar este juramento o promesa de mantenerse imparcial y juzgar sin odio ni afecto, cuando previamente se ha ido formado una lógica y, por qué no,  sensata, verdad mediática que no tiene porque coincidir con la verdad procesal, que es la que se formará, con acierto o no, con su veredicto final.

Imputaciones parricidas, crímenes de ejecución execrable, acaso no despiertan esa sensación intensa y profunda de antipatía, desagrado y repulsa.

Sin embargo, el juicio abierto al debate y la contradicción pondrá activos los sentidos de los escabinos, sin formación legal,  los cuales, cabalmente, con sentido común y lógica humana, valorarán y harán revivir el contenido del sumario, los informes periciales, su solidez o inconsistencia, observarán comportamientos, silencios, actitudes, tonos de voz, gestos, dudas y, en definitiva, todo lo que conlleva el fardo de la siempre difícil y responsable función de juzgar, sentido de la responsabilidad que no es patrimonio exclusivo del oficio de juez.

 Expuestos también a las habilidades dialécticas y estrategias de los profesionales del foro, que intentarán generar la duda como fundamento único y jurídicamente hábil para lograr la absolución.

Lo que en definitiva, oirán, verán y sentirán, eliminará de inmediato cualquier interferencia y deberá cerrar y aislar la formación de su convicción, a unas pruebas incriminatorias o exculpatorias, que se mostrarán certeras o débiles, directas o indiciarias, aisladas o plurales, suficientes o insuficientes para enervar o no la presunción de inocencia con la que se parte e inicia el juicio, dando una respuesta motivada, que se aleje del absurdo, de la arbitrariedad y del puro decisionismo, explicando en el acta del veredicto, cuales han sido los elementos probatorios que han fundado su convicción y por qué, en su caso, han prevalecido sobre otros de signo contrario; o cuáles han sido las bases y el razonamiento interferencial y prueba indiciaria que les lleva a uno u otro veredicto.

En definitiva, recordando lo que prometieron y juraron, cumplan el fin de hacer justicia sin odio ni afecto.

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